Según datos de la organización Guttmacher, entre el 2015 y 2019 se produjeron, cada año, 121 millones de embarazos no deseados, de los cuales, el 61 por ciento no terminaron, lo que se traduce en 73 millones de abortos por año y en 365 millones en los cinco años del análisis.
Esta dolorosa verdad no solo atenta contra la vida de esos pequeñitos, sino contra la salud física y mental de las mujeres que por cualquier circunstancia se hayan sometido a un aborto. Las secuelas les afectarán toda su vida.
Esta influyendo también en el envejecimiento de la población, especialmente en países desarrollados, particularmente europeos, en donde hasta se ofrecen incentivos económicos para migrantes jóvenes que puedan poblar ciudades o pueblos casi abandonados o habitadas por ancianos.
Quienes defienden el aborto hablan del derecho a la mujer a decidir sobre su cuerpo. Yo también lo defiendo, al igual que el derecho a su salud reproductiva. Pero una tierna criaturita no es el cuerpo de una mujer. Se genera en su cuerpo, si, pero es un ser independiente que tiene derecho a la vida tanto en la gestación como cuando tenga un año, dos, cinco o más años de vida.
No se puede soslayar que el aborto, legalizado o no, se lo practica no sólo cuando la vida de la madre está en peligro o porque sea fruto de una violación. Se practica por miedo al rechazo familiar y social, por temor a un nenito enfermo, por factores económicos o simplemente porque la madre no quiere esclavizarse con un niño o no está preparada para ser madre.
Lejos de juzgar a quienes, por cualquier circunstancia hayan tenido que practicarse un aborto, esta reflexión está orientada a la necesidad de impulsar una adecuada educación sexual y acciones preventivas sobre la salud reproductiva de la mujer para precautelar su salud y su vida, Educación que debe empezar en casa, sin que sea un tabú y continuar luego en la educación formal. Hay que concienciar a los jóvenes sobre un sexo maduro y responsable y enseñarlos a asumir las responsabilidades de sus actos.
Es necesario proteger el alma y el cuerpo como un templo de Dios para aprender a proteger la vida de los demás.